En otro artículo de esta misma página hemos presentado al gran poeta argentino Mario Sampaolesi. Volvemos ahora sobre otro poema muy bello de él.
El poeta nació en Buenos Aires en 1955 y realizó innumerables trabajos, publicando varios libros de poesía que han sido traducidos a otros idiomas. Su poder de síntesis, su verso depurado y sus repeticiones, lo convierten en un artista excepcional.
Su libro «Malvinas-Poema» ha sido declarado de interés por la Subsecretaría de Derechos Humanos de la Legislatura de la Ciudad de Buenos Aires.
Asimismo, dirige el taller literario de la Biblioteca Nacional.

Reflexionemos sobre un poema que se descubre como joya de la presente literatura castellana:

«Por el camino de Wang-Wei» (De su libro «Mare Nostrum»), que dice:

«La ruta se extendía recta ante nosotros.
El asfalto todavía húmedo por el rocío.
Nos dirigíamos al bosque de pinos de mi juventud.
Allí, te conté, una mañana de primavera, sobre el tronco
de un árbol derrumbado por alguna tormenta, leí por primera vez
a Wang Wei.

Sentado, oí el ruido del viento entre las ramas.
A través de ellas vi el azul del cielo, plano, sin nubes,
calmante.
La oscilación del follaje superpuso formas, urdió una textura
inmaterial; redes de luz, líneas de sombras.
Compuso, compone otros poemas.
Mientras conducía relaté esta pequeña historia.
Vos escuchabas.
A veces a mí, otras a Piazzola.
Por fin a la derecha del camino, apareció aquel de ripio que llevaba a
las sierras y a mi bosque.
Seguí en esa dirección, excitado por la proximidad del reencuentro.
Cada tanto nos cruzaban grandes camiones, topadoras,
maquinarias, combis con obreros.
Cuanto más avanzábamos, más trabado se hacía el tránsito.
Pronto supimos porqué:
El bosque ya no estaba.
Salvo una pequeña extensión sobre el lado del mar
que en pocos días sucumbiría.
Las taladoras continuaban continúan con su depredación.
Otras máquinas, desconocidas para nosotros, apisonaban el terreno,
abrían surcos, desmalezaban, cargaban el bosque sobre camiones,
expoliaban el bosque.
No existían más aquellos árboles rectos, flexibles, hermosos.
Ni animales, aves, insectos.
Destruidos ellos, sus refugios, su lugar en el mundo.
Sentí la desolación de la vida.
¿Habría poesía que pudiera denunciarla?
¿Trascenderla?
Te miré buscando consuelo.
Entre el polvo que levantaban las máquinas, el ruido ensordecedor, mi tristeza,
balbuceé una pregunta a uno de los hombres que pasaban por allí.
-SOJA, respondió.

Levanté la ventanilla del auto; sentí la asfixia de nuestra cápsula,
nuestro ridículo confort de aire acondicionado.
Recordé recuerdo aquellos momentos en los que leí
en voz alta los poemas de Wang Wei entre los árboles.
La naturaleza recibió mi voz, el bosque absorbió mis palabras.
El mismo bosque que estuvo en la tierra antes de mi nacimiento.
El mismo que estuvo cuando años atrás me adentré
por sus itinerarios secretos.
El mismo bosque que debería estar cuando mi cuerpo
y mi ser ya no formaran parte de esta realidad.

-No es la impermanencia, te dije. Somos nosotros, somos nosotros…»

Para Freud, como puede traslucirse de este gran poema, el hombre es un depredador.
Sus impulsos de muerte, destructivos, conviven con los eróticos pero los superan.
El hombre es capaz de las más grandes hazañas y de las peores obras, las mas bajas y destructivas.
Freud habla de pulsiones de vida y pulsiones de muerte, pero recalca que las de muerte son más poderosas.

Por otra parte el hombre se auto-destruye ademas de destruir al prójimo.

Algo muy doloroso de reconocer, este bello poema lo hace: «Somos nosotros, somos nosotros».

Sí somos nosotros los destructores y auto-destructores, las pulsiones de vida no alcanzarían para frenarlo.

El sadismo es más fuerte y culmina en la desolación.

Con cuánta habilidad el Poeta desarrolla este gran pensamiento freudiano.
Recomendamos leer su obra completa.

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