Artículo publicado en el Diario el Tiempo de Azul en  febrero de 2014

A lo largo de la historia del arte y de un modo latente, coexisten dos mitos acerca de la actividad creadora. Uno de ellos tiende a la creencia de que el artista posee un gran autodominio y dominio de su materia y de su material. El otro, por el contrario, insiste en destacar que la idea creadora proviene de oscuras profundidades del alma o de la mente y que nadie puede dominar esta tendencia.

Algunas teorías modernas, más integradoras, incluyen ambos aspectos de la personalidad, pero sin aclarar demasiado el camino recorrido hasta llegar a su resultado en la obra.

Si los mitos se encuentran entre la verdad y la mentira o también la verdad a medias, podríamos decir que la creatividad, como concepto, participa del mito. Suele ser una experiencia harto idealizada y también, correspondientemente desvalorizada cuando por ejemplo se sostiene que no tiene nada que ver con la inteligencia, que talento e inteligencia no van de la mano, que el pensamiento lógico, consciente no tiene nada que ver con el talento o la creatividad. Sin embargo, sostenemos que la combinación de factores de la personalidad (conciencia, inconsciente, experiencia mística) que intervienen en la actividad creadora es muy compleja. Para empezar destaquemos que en la posibilidad humana de la asociación simbólica de ideas es inseparable la creatividad del hecho de que el hombre habla, de que es un ser de lenguaje (tal como sostienen: Heideger, Freud y Lacan) y como tal podríamos preguntarnos hasta qué punto pueden disociarse su inteligencia, obra del lenguaje, de su talento, fruto del mismo.

Pensamos que tal disociación proviene del mito que se funda en que el acto creador solo depende de la asociación inconsciente de ideas sin tener en cuenta los ejercicios de dominio del yo participantes en este acto. Pero lo que desmiente tal creencia es que ningún gran artista puede prescindir del todo de su oficio, de sus técnicas y el ejercicio de las mismas depende del yo consciente.

 

Por otro lado, es cierto que una gran idea creadora puede invadir al artista proviniendo de zonas oscuras de su personalidad, que él no domina (inconsciente, experiencia mística), pero luego a continuación se ejerce toda una actividad consciente de discernimiento y selección a los efectos de dar calidad en la obra. No hay grandes obras si no se atiende a los dos aspectos: el consciente y el inconsciente, pero esto no quiere decir que estén «integrados», significa que el artista sometido a su modelo técnico y a sus identificaciones con sus maestros (o a su análisis personal) puede crear una gran obra, si y solo si da un paso más allá y luego un paso más acá.

Es decir, por un lado necesita de su oficio y de sus identificaciones de donde parte, pero por otro lado debe ir más allá de la identificación que lo sujeta a una tradición para dar lugar a la diferencia, para que brille su singularidad, y retomando su oficio asentar una obra que se destacará por abrir un mundo distinto al de las otras obras (véase el comentario de Heiddeger sobre «Los zapatos del campesino» de Van Gogh), poniendo en crisis uno o varios puntos de vista sobre la realidad hasta entonces dados por sentado.

 

La gran obra vacía evacua un saber, un significado coagulado acerca del universo circundante y hace emerger una significación renovada del mundo sorprendiendo al espectador y haciéndolo reflexionar. Esto significa dejar que el deseo se haga valer en su gran diferencia; si de un deseo inconsciente se trata, no es solo una cuestión estética la que está en juego, sino también una cuestión cuyo estatuto es ético. Ética de la diferencia de deseos de la singularidad, ética que implica una ruptura respecto a la tradición y un aporte de algo nuevo.

Por esto creemos que cuando se analizan ideas, como el talento o la creatividad, no deben olvidarse la historia y la dimensión ética. Pero hacer valer el deseo e ir más allá de la identificación implica la emergencia de angustia.

No hay creación verdadera sin una porción de angustia, sin un momento de pérdida de referentes habituales (aún en el caso de que al artista se divierta). En este sentido, el yo del artista tiene que ser un yo permeable a la emergencia de asociaciones inconsciente que lo sorprendan y tolerante con lo desagradable. Un yo rígido no podría desplegar tal actividad (véase el escrito de Borges sobre Shakespeare).

No pretendemos con estas afirmaciones agotar el tema de la creatividad, pero si, por lo menos trazar algunas de las vías por las que se puede seguir pensando. Hay mucho más y se puede consultar con los propios artistas. Esto es tan solo un aporte desde el psicoanálisis.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Pin It on Pinterest