Vamos a tratar del amor en los comienzos y de los tres tiempos del goce que Lacan llama, a su tiempo, Tiempo Lógico, no cronológico, que dan lugar al objeto del deseo tal como lo concebimos en la práctica clínica.

Vamos a observar como el concepto de objeto “a” minúscula (que acuñó el Dr, Jacques Lacan, heredero de Freud) se complejiza cuando pensamos en la angustia, cosa que Lacan empieza a trabajar a partir del seminario nº 9 (el de la Identificación) y va a desplegar con mayor amplitud, en el seminario nº 10, que es el de la Angustia.

Van a aparecer desde entonces, las diferencias de Lacan con Freud, ya que para Freud, la angustia, es “sin objeto”, mientras que para Lacan , la angustia es el afecto que responde a la presencia del objeto “a” en el segundo tiempo del goce (goce, para Lacan: “plus” de placer; usufructo).

 

Pero empecemos por el amor.

En griego, erastés, el amante, está en posición de carencia respecto a eromenos, el amado.

Al comienzo de la vida, si hablamos del caso de una familia normal o neurótica, y el hijo que va a venir es deseado desde el comienzo o a partir del nacimiento, la posición de erastés, el amante, la va a ocupar la madre, preocupada en buscar algo para darle al bebé, casi siempre, el alimento, pero podrá ser también otra cosa.

La demandante allí, es la madre que es como si le pidiera al niño”déjate alimentar”, más allá de que sepa o no lo que al niño le hace falta. El amado va a ser el bebé.

Como se puede ver, para que alguien entre en el Complejo de Edipo, tiene que ser amado y deseado. Es decir, el amor es lo que posibilita la entrada en la cultura.

Este “déjate alimentar” de la madre va a dejar como saldo una satisfacción en el infans, que va a querer repetir, no solo por la necesidad, sino también por el placer de todo lo que acompaña la satisfacción alimentaria (tacto, caricias, calor, mimos, etc.).

El niño empieza a querer “mimos”, empieza a querer ser amado y deseado. Con lo que ya entra en el juego de la metáfora amorosa que dijimos que era sustituirse al objeto del deseo del Otro.

Poco a poco, el niño va a querer ocupar los lugares de aquello o aquellas personas que la madre desea. Por ejemplo: un varoncito psicótico que estaba en tratamiento con la discípula de Lacan, Francoise Dolto, como vió que ella ponía sentada a una niña en el orinal, él también quiso sentarse, significando que no era el pene lo que le importaba, sino el lugar del objeto del deseo del Otro.

Ese lugar del objeto del deseo de la madre, primer Otro, por inconmensurable, es imposible de ser ocupado, abarcado; porque habría que ser omnipotente, y Lacan lo llama el Falo Materno.

El niño desea ser el falo para la madre, así, identificándose a todo lo que ella vorazmente desea.

Ahora él está pasando a ser el amante, al que le falta algo que quiere dar a su madre.

El Edipo se complica cuando la presencia del padre viene a significar que el padre tiene algo que la madre desea y que el niño es incapaz de darle y por su imposibilidad de darle, queda prohibido el incesto. Por imposible.

No es necesario que en una familia se explicite la prohibición: el niño abandona su amor incestuoso que requiere a la madre en exclusividad porque es, sencillamente, imposible: el deseo de la madre no puede ser colmado por el niño.

En cuanto a los tiempos del goce, hay un primer momento de goce mítico, perfecto, sin angustia y sin nostalgia. Luego, un segundo momento, que es el de la angustia, que aparece como respuesta a la presencia pura de un objeto real y que es el “a” o “petit a”.

En el tercer tiempo, ese objeto cae, se pierde (por la castración) y emerge el objeto del deseo separado del sujeto del deseo.

En el tiempo de la angustia, el 2º tiempo, es como que objeto y sujeto no pueden separarse: el sujeto es el objeto y esta es la causa de la angustia.

El sentimiento de nostalgia del que Freud habla en el “Proyecto de una psicología para neurólogos” supone el tercer tiempo: la operación de separación sujeto-objeto con la consiguiente pérdida y vacío del objeto.

 

El 2º tiempo del goce, o tiempo de la angustia, es también el tiempo de “espera”, de la demora, que lo deja preguntándose acerca de ¿qué es él?, cuando se decide a una respuesta ya se precipita detrás de una identificación que lo aliena a su verdad y se encuentra con lo verdadero, pero esto es ya un velo sobre la posibilidad de la angustia, el objeto se ha perdido y él ya no puede saber cuál es su objeto de verdad, sino que encuentra sustitutos.

Para que el sujeto ame, ese objeto debe caer, estar perdido, así que nunca amará a un objeto de verdad sino a un objeto verdadero, por esto el amor no es ni una mentira ni una verdad, es una ficción verdadera.

Es amor a una imagen, bella o fea que siempre es preferible a la falta de imagen que supone la presencia del objeto “a” en lo real.

Amamos y deseamos imágenes, éstas nos protegen de la angustia. A su vez, ya perdido el objeto, el deseo se iría desplazando hacia nuevos objetos de amor cuya imagen nos preserva, también, del vacío en que nos deja la pérdida de la imagen de los viejos objetos de amor.

 

Si los padres no estimulan el amor, aparecerá lo siniestro, como en el caso de Nataniel, el protagonista del cuento de Hoffman “El Arenero”, o como en el caso de “El hombre de los lobos “ de Freud. Sin amor, quedamos a merced de la locura, sin posibilidad de ser sujetos.

 

Habíamos dicho que el amor posibilita la entrada en la cultura. Los trabajos con niños de Melanie Klein, Francoise Dolto y Maud Manoni, así lo prueban.

Dolto demuestra que las sublimaciones culturales sobrevienen por un vínculo desplazado, por ejemplo, al libro, que opera cuando el niño ha sido iniciado en ello por la madre. Entre él y el libro, media el amor materno-filial. Y, así, sucesivamente durante toda la infancia.

 

Aclaremos que llamamos sublimación a la elevación de las pulsiones por encima de su fin y objeto eróticos.

Aclaremos también, que llamamos pulsión, al empuje hacia un fin y objeto de lo que otrora fue el instinto.

 

Es así, como la filosofía de hoy, sabe que el amor es imprescindible para la vida humana.

 

 

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